miércoles, 11 de abril de 2007

8/6/96


Y murió.
Un día como cualquier otro, la ciudad calurosa transpiraba. Era irónico que llamándose Francia yaciera moribunda en ese catre. Su cabeza pelada ya no me recordaba a París y su tez amarillenta no se parecía a Lyon. Más bien evocaba al museo del Louvre, lleno de historia y nostalgia. Nunca pensé que le desearía la muerte a nadie pero ella en ese momento se la merecía.
La hora de su baño era de madrugada. Un poco de agua tibia, jabón liquido, esponja y la toalla infaltable porque si las sabanas se mojaban ella podía pasparse. Metí la mano en el balde hasta que la esponja se hinchó de líquido y escurrí el excedente. El ruido de las gotas era lo único que se escuchaba en la casa, como lágrimas. Fran apenas giro la cabeza y trató de sonreír. Entendí que ella comprendía lo que pasaba dentro y fuera de ella. Le di un beso en la frente, me alejé y me senté a observarla desde mi silla en la esquina de la habitación. Traté de encontrar en su semblante a la mujer de la que me enamoré, pero solo pude ver sus restos. Todo era culpa mía, si hubiese podido darle hijos todo sería diferente. Siempre fuimos nosotros dos, mi pececito y yo. Le encantaba el mar, decía que en él se sentía libre, pero recién en ese momento me di cuenta de lo que su sobrenombre significaba. De verdad parecía un pez, su rostro era así de parco. No supe discernir cuando dormía de cuando soñaba despierta, pero lo que sí sé es que no estaba presente. Por lo menos no desde que su enfermedad comenzó a consumirla.
La sombra de mi silla marcó las 12:30 hs, ella debía comer, pero la sola idea de tener que alimentarla me atormentaba. Junté fuerzas y me dirigí a la cocina, tratando de no perderla de vista mientras avanzaba por el pasillo. Tenía miedo de perderla o saltearme un segundo con ella. Una vez en la cocina, saqué el preparado de comida procesada. El olor de la mezcla me producía nauseas. En cierta forma su enfermedad me enfermaba. Traté de ser lo más veloz posible, pero la artritis y mis lentos movimientos de anciano me dificultaban cada momento. Volví con la comida, una cuchara y un repasador en mi hombro. Acerqué mi silla a la cama y con la mayor delicadeza abrí su boca, recolecté con la cuchara un poco de puré y lo deposité entre sus dientes y su lengua. Nada sucedió, ni siquiera producía saliva. Quería decirle que trague pero no quise interrumpir la melodía del silencio. Después de unos instantes cerré su boca y esperé que lentamente la comida procesada bajara hasta su garganta y recé por que no se atragantara. Repetí esto hasta que comió la poca comida preparada. En verdad le deseaba la muerte.
Dicen que los peces solo recuerdan lo que pasa durante veinticuatro horas y luego, su libro de memorias se borra para volver a ser escrito. Así, cada final se convierte en principio y cada historia es rescrita. Deseaba que eso le sucedida a mi pececito. Sólo con su muerte comenzaría su vida eterna y una vez en ella no recordaría todo lo que sufrió en esta.
Los segundos pasaban lentos. A cada minuto el tiempo sincronizaba los bombeos de sangre que paseaban por mis venas. Jugué con los pocos recuerdos que quedaban. Mezclé lugares y situaciones, personas y momentos. De la habitación la llevé al mar, pero sola volvía al cuarto. Ahí decidí no imaginar más.
Cuando el sol empezó a besar su lecho no quise más que acostarme junto a ella. Quise volver a sentirla y junté mi cuerpo con el suyo. No sentí calor. No sentí Francia.
Sabía que me necesitaba, intenté abrazarlo pero mi cuerpo no respondía. El vivía para mí. Conocía su calvario. Quise abrazarlo, decirle que no lo culpaba por no darme hijos. Es más, me gustaba ser su único amor.
La oscuridad invadía el cuarto, mi esposo no despertaba. Algo andaba mal. Tenía que gritar, pedir ayuda. Este maldito cuerpo.

No hay comentarios: